
Estaba solo en la oficina, con una compañera, cuando los ví: nuestras ventanas dan a una zona de paso de los estudiantes, frente a un Colegio Mayor. Ahí estaban: él, en camiseta, a pesar de ser febrero. Ella, con sus mallas y sus botines, toda linda; besitos por aquí, besitos por allá, correcorrequetepilloaynotontojijijiji etc, etc, etc. Mi compañera flipaba. Yo ya no sabía qué hacer. Los estudiantes parriba y pabajo venga a pasar. Y esos dos ahí, dale que te pego, ahora riéndose, ahora pegándose, ahora besuqueos, y vuelta a empezar.
Entonces llegó el momento clave, el clímax del asunto. Él dejó caer la mochila con decisión y se abalanzó sobre ella. La pobre intentó resistirse, pero entonces la levantó en el aire y, mientras ella agitaba desesperada sus botines en plena altura, él silenció sus gritos con un beso de película, de esos que hacen historia.
El tiempo se detuvo. La cara de mi compañera era un poema de asombro, admiración y espanto: un grito inarticulado luchaba por escapar de sus labios atenazados por la sorpresa. Parecía que el mundo iba a llegar a su fin, que íbamos a morir todos sumergidos en una oleada de pasión desatada y juvenil romanticismo, pero no; una idea cruzó mi mente con un fogonazo: haciendo acopio de todas mis fuerzas, me levanté, abrí la ventana y me puse a aplaudir como un loco, gritando ¡BRAVO, BRAVO!
Huyeron cada uno por su lado... visto y no visto.