lunes, 31 de enero de 2011

Los Chinos


Soy un fan absoluto de los Chinos. Cada vez que voy a uno es como si me adentrara en un universo mágico, lleno de miles de recovecos por descubrir. Algo así como la Cueva de Alí Babá, pero en plan cutre.

Estanterías desbordadas, cajas y cajas llenas de cosas -¿Y esto para qué narices servirá?-, señoras que preguntan, regatean y consiguen SIEMPRE que el dependiente de turno les entienda, a pesar de la barrera idiomática; olor a desinfectante, juguetes que se ponen a andar solos, auténticas chorradas que súbitamente pasan a ser artículos de primerísima necesidad ¡Míralo! ¡Qué gracioso! ¡Si no cuesta nada...! y, sobre todo, ese hilo musical que hace que te sientas como en una de esas películas de Zhang Yimou en las que la heroína (en este caso la dependienta) es capaz de detener a todo un ejército de mandarines imperiales con un abanico de madera como el que venden a la entrada -¡Ay chica, qué mono, qué cosa más elegante! Hale, pa llevarlo así en el bolso, pa cuando llegue la caló. Oye, niña, ¿esto me dices cuándo cuesta, guapa? Etc.

Además, son tan amables... lo de que los chinos te siguen es un tópico: en realidad lo que hacen es estar cerca de ti para poder asesorarte en cuanto te surja alguna duda o no encuentres algo (por ejemplo, la salida). En uno que yo conozco han instalado pantallas de vigilancia, pero están tan borrosas que parecen caleidoscopios con forma de televisor... ¡Eso es confianza en el cliente, y lo demás son bobadas!

Una vez mi tía y yo hicimos una apuesta sobre quién de los dos se atrevería a robar algo en el chino del pueblo. Pasamos más de una hora trazando un plan estratégico, y todo para que al final fuera yo el único con arrestos suficientes para sisar algo: un pequeño adorno de pared con borlas bastante horrendo. La dependienta ni se dio cuenta. A la mañana siguiente, lo devolvimos, porque nos remordía la conciencia, y porque ya me dirás tú para qué queremos una cosa tan fea en casa. En aquella época, yo tenía 19 años. Mi tía, cuarenta y pico.

miércoles, 26 de enero de 2011

Niña Gorda

Hay una niña en mi barrio a la que odio con todas mis fuerzas. Y digo "niña" porque debe tener unos diez años, once a lo sumo. ¿Cómo? -pensaréis, escandalizados- ¡Paulus, eres un Herodes, un insensible, un señor Scrooge de la vida! Noooooo, mis queridos lectores, eso no es verdad. Es cierto que los niños no son mi fuerte, pero tampoco les tengo manía. Digamos que, cuanto más educaditos estén y menos molesten, mejor. Pero vamos, bastante tienen los pobres críos con sus eternos catarros, los deberes de matemáticas, los miedos irracionales y ese conjunto de egoísmos, rencores, traiciones y favoritismos que son las relaciones sociales a esa edad...

A esta niña sí que la odio. Me es imposible no hacerlo. ¿Por qué? Imaginaos que estáis esperando el autobús por la mañana, muertos de sueño y de frío. Imaginaos que lo veis venir, y que os acercáis un poco a la acera para poder entrar cuanto antes. Imaginaos que se abre la puerta... y, en el momento en que estáis dando el paso para entrar, surge de la nada una especie de bólido que os hace perder el equilibrio y se os cuela con toda la cara del mundo, para ponerse a corretear por el autobús buscando el mejor sitio. Este bólido es nuestra niña. Regordeta, mofletuda, invariablemente la veréis vestida de rosa de la cabeza a los pies. Su chándal es rosa, sus coletas son rosas, su enorme anorak es rosa, y hasta el jodido carro de 40 kilos que arrastra (y que, por cierto, le sirve para machacar los tobillos de la gente y que le abran paso) es rosa.

Siempre va con su madre, una mujer alta y delgada que, como suele ocurrir en estos casos, está completamente ciega respecto al vandalismo de su hija. Tal vez sea porque la niña, que está muy bien entrenada, siempre busca sitio para las dos, cosa que me parece un dato bastante significativo. Luego, una vez sentaditas y contentas, la madre saca de su bolso un paquete de galletas y se las va dando, una a una, a lo largo del viaje. Y la criaturita mira al resto de los pasajeros con la satisfacción de quien ha cumplido con su deber, mientras mordisquea su premio.

Os prometo que un día le voy a poner la zancadilla.

viernes, 21 de enero de 2011

Con hielos, por favor


Hasta que empecé mi trabajo de alumno colaborador en la Universidad, el café con hielo era para mí una de esas bebidas veraniegas de vida estacional, como el tinto de verano o la sangría: sabrosas y refrescantes, sí, pero nada apropiadas para los meses fríos. Pero mi jefe, que ya sólo por aguantarme se merece el Cielo, me ha enseñado que, muchas veces, hay que poner el sentido práctico por delante de lo que son las modas de temporada. Y aquí me tenéis, pidiendo a mediados de enero café con hielo en los bares, por la sencilla (y lógica) razón de que café caliente = retraso al tomártelo = problemas esperando en la oficina = muerte y destrucción, mientras que un saludable “coffee on the rocks” es algo que puedes beberte en menos de un minuto y corre Pablo majico vámonos a la oficina que tenemos un huerto encima de no te menees.

Y claro, empiezas pidiéndolo todas las mañanas en la cafetería del Campus Mira, jefe, ¡soy como tú! ¿a que molo? y terminas tan acostumbrado que ya eres capaz de pedirlo hasta en un viaje en trineo por las estepas Laponas. Sin exagerar.

El camarero que me ha atendido hoy, además de ser nuevo y estar él solo en el bar, era del Este de Europa, así que imaginaos: una especie de armario empotrado rubio y con ojos azules que te pregunta “¿Qué quierrrrres, majjjjo?”. Yo ya veía que el concepto de café más hielo se le escapaba un poco, pero el tipo parecía simpático, así que me quedé esperando a que volviera, levemente intrigado por como se resolvería todo aquello.

Al rato vino y me puso en la mesa una taza de café humeante, con su azúcar moreno, su azúcar blanco, su chocolatina… y al lado una cubitera tamaño individual, pinzas incluídas, rebosante de hielos. Imaginaos la cara que se me quedó.

Total, que tuve que pedirle un vaso, y aprovechando aquello le expliqué la verdadera praxis de los cafés con hielo. Me dijo que era la primera vez que alguien le pedía algo así (¡viva el estrés laboral!), pero al final nos hemos hecho casi amigos.

Hablando se entiende la gente…

lunes, 17 de enero de 2011

Mi amigo el peluquero


Acabo de llegar de la peluquería, después de meses y meses de abstinencia total y deliberada, con las consecuencias que eso acarrea. Y no, mamá, no es que tu táctica de tortura psicológica por fin haya dado resultado; es que, sencillamente, ya no aguantaba más. Una cosa son los rizos al estilo Marco Aurelio, y otra cosa bien distinta es llevar un nido de pájaros en la cabeza. O una trampa para pájaros en la cabeza, si es por la mañana y la noche ha sido intensa. En fin.

Mi peluquero de toda la vida es una de las muchas cosas que comparto con mi padre, además de la colonia, el cuarto de baño y, ocasionalmente, el ordenador. Es un hombre bajito, tripudo, con una gran barba blanca y bastante calvo. Como si Papá Noel hubiera colgado los hábitos y se hubiera dedicado a la peluquería unisex tras una crisis de identidad. Igual es que mi peluquero
es Papá Noel, ocupando el tiempo libre entre Navidad y Navidad. No lo sé. Yo no creo en Papá Noel, pero sí creo en mi peluquero, y con eso me basta.

Ir a cortarse el pelo es como actuar siguiendo un patrón idéntico una y otra vez. Es algo... relajante. Invariablemente siempre me pregunta qué es lo que quiero. A lo que yo, invariablemente también, respondo que quiero que me quite los rizos pero sin dejarme pelado, porque se me enfrían las orejas. Luego vienen tres o cuatro comentarios intrascendentes sobre la densidad, abundancia y enredamiento de la víctima, y comienza una graciosa danza de tijeretazos y pasitos de baile alrededor de mi persona que, de nuevo invariablemente, culmina con un corte más generoso de lo deseado y una buena alfombra de rizos en el suelo de la peluquería. (Hoy me he fijado bien y puedo jurar que, de ladrar, aquello hubiera pasado por un caniche de tamaño pequeño)
. A veces pienso que mi peluquero me tiene envidia, y que no ve el momento de coger la maquinilla y de raparme al cero, o de seguir dando tijeretazos hasta dejarme sin orejas. Es una sensación extraña, pero en diez años de peluquería no he conseguido que pare cuando yo quiero. Debe ser una especie de venganza personal, no lo sé.

En su defensa diré que siempre me regala un chupa-chups cuando me cobra. Ahora que lo pienso... ¿y si resulta que realmente es Papá Noel?