Estanterías desbordadas, cajas y cajas llenas de cosas -¿Y esto para qué narices servirá?-, señoras que preguntan, regatean y consiguen SIEMPRE que el dependiente de turno les entienda, a pesar de la barrera idiomática; olor a desinfectante, juguetes que se ponen a andar solos, auténticas chorradas que súbitamente pasan a ser artículos de primerísima necesidad ¡Míralo! ¡Qué gracioso! ¡Si no cuesta nada...! y, sobre todo, ese hilo musical que hace que te sientas como en una de esas películas de Zhang Yimou en las que la heroína (en este caso la dependienta) es capaz de detener a todo un ejército de mandarines imperiales con un abanico de madera como el que venden a la entrada -¡Ay chica, qué mono, qué cosa más elegante! Hale, pa llevarlo así en el bolso, pa cuando llegue la caló. Oye, niña, ¿esto me dices cuándo cuesta, guapa? Etc.
Además, son tan amables... lo de que los chinos te siguen es un tópico: en realidad lo que hacen es estar cerca de ti para poder asesorarte en cuanto te surja alguna duda o no encuentres algo (por ejemplo, la salida). En uno que yo conozco han instalado pantallas de vigilancia, pero están tan borrosas que parecen caleidoscopios con forma de televisor... ¡Eso es confianza en el cliente, y lo demás son bobadas!
Una vez mi tía y yo hicimos una apuesta sobre quién de los dos se atrevería a robar algo en el chino del pueblo. Pasamos más de una hora trazando un plan estratégico, y todo para que al final fuera yo el único con arrestos suficientes para sisar algo: un pequeño adorno de pared con borlas bastante horrendo. La dependienta ni se dio cuenta. A la mañana siguiente, lo devolvimos, porque nos remordía la conciencia, y porque ya me dirás tú para qué queremos una cosa tan fea en casa. En aquella época, yo tenía 19 años. Mi tía, cuarenta y pico.