martes, 13 de diciembre de 2011

He vuelto...¡al cole!


Señoras y señores, damas y caballeros... ¡aquí me tenéis, de nuevo!

Novedad: ya no trabajo en la Uni. Ahora soy profe becario de Religión (5º de primaria) y también de Lengua (6º) cuando me dejan... ¡En mi antiguo cole!
Es muy raro llevar corbata y tener a un montón de niños que te hablan de usted... codearte con tus viejos profesores como si fueras su colega de toda la vida y no el adolescente revoltoso con la cabeza llena de pájaros al que tuvieron que aguantar hace 6 años...

Soy muy feliz.

La Navidad está llegando al cole. El sábado tenemos el Festival; de momento uno de mis actores tiene un pie escayolado y anda con muletas, pero todo saldrá bien... espero. Los pasillos de Primaria están empapelados con angelotes, Nacimientos y felicitaciones de Navidad en todas las lenguas del mundo. Esto parece una fiesta. Ahora tengo despacho propio (compartido con tres profes más) y una mesa que parece un mercadillo de libros, exámenes, cromos confiscados y bolis por todas partes.

Definitivamente los niños son las criaturas más surrealistas del universo... hay mucho que contar.
¡Encantado de volver a leernos!

PD: Ese soy yo, dibujado por uno de mis alumnos de 5º en la parte de atrás de un exámen de Religión. Fiel retrato, os lo digo yo.

viernes, 18 de marzo de 2011

El día más feliz de mi vida



Pensando en que mi prima hace su Primera Comunión en mayo me ha entrado un poquico de morriña, mezclada con un punto de alivio. Yo no sé quién fue el alma perversa a la que se le ocurrió la frasecita de el día más feliz de mi vida, pero la verdad es que tuvo que ser alguien con muy mala leche... además de hortera.

Tengo varios recuerdos muy marcados de esa importante fecha. Los más traumáticos son, por este orden, mi madre diciéndome que si seguía comiendo gominolas no me iba a caber el pantalón de mi traje de marinerito (si, yo también he sido un niño gordo...) y un husky enorme que me atizó un mordisco en toda la cara mientras jugaba con él en el parque que hay cerca de mi casa. ¿Que por qué me traumó más lo primero que lo segundo? Porque el husky iba a buenas, y mi madre no. Además, el pobre casi no me dejó marca, mientras que mi autoestima sigue a día de hoy profundamente vulnerada...

Otros recuerdos, sin embargo, son mucho más felices: mi prima y yo sumergiendo el muñeco de la tarta de comunión en chocolate, como si fuera lava hirviendo, los recordatorios que intercambiábamos en el cole (un amigo mío se hizo el suyo propio), la cámara que me regalaron mis tíos (y que se cargó mi padre), el reloj de pulsera para cuando fuera mayor (y que se cargó mi padre), la animación en general (que gracias a Dios no se cargó nadie) etc etc etc. No voy a hablar del Sacramento en sí, primero porque, para ser sinceros, fue algo muy borroso y muy abstracto para mi mente de crío, y segundo, porque para el 99,99 % de los niños educados en la fe católica el día de la Primera Comunión es algo que está a caballo entre los Reyes y el cumpleaños, con la diferencia de que sólo se celebra una vez en la vida, y encima te tienes que vestir como en las fotos de tu abuelo de hace un siglo, y la siguiente vez que comulgas vas con ropa normal y nadie te dice nada y hasta hay señoras que se te cuelan y todo (este último tema en concreto es un filón).

Y, ahora, la de mi prima del pueblo. Son bonitas las Primeras Comuniones en los pueblos, más que en la ciudad. Hace dos años fue la de su hermana; 25 niños con sus familias hacinados en la parroquia, sudando la gota gorda pero pasándolo en grande; abuelas que lloran estrujando el pañuelo, abuelas que se desmayan de la emoción (verídico), madres histéricas, padres escapándose para fumarse un cigarro (está mal visto que los hombres se queden dentro toda la ceremonia), gente con cámaras, abanicos, fotos, el niño que se traba leyendo, la niña que se pisa el vestido, flores por todas partes...

¿Lo malo? El cancán ese que va a llevar la cría en el vestido. Un rollazo, fijo. Que se lo pongan al de la frasecita dichosa, a ver qué opina.

viernes, 25 de febrero de 2011

Amores campusinos

A mí el rollo "Amo a Laura" me incinera. No lo puedo evitar; se me crispan los nervios con esos amoríos de facultad y apuntes, de náuticos y pendientes de perla, de Novena y Blackberry...

Estaba solo en la oficina, con una compañera, cuando los ví: nuestras ventanas dan a una zona de paso de los estudiantes, frente a un Colegio Mayor. Ahí estaban: él, en camiseta, a pesar de ser febrero. Ella, con sus mallas y sus botines, toda linda; besitos por aquí, besitos por allá, correcorrequetepilloaynotontojijijiji etc, etc, etc. Mi compañera flipaba. Yo ya no sabía qué hacer. Los estudiantes parriba y pabajo venga a pasar. Y esos dos ahí, dale que te pego, ahora riéndose, ahora pegándose, ahora besuqueos, y vuelta a empezar.

Entonces llegó el momento clave, el clímax del asunto. Él dejó caer la mochila con decisión y se abalanzó sobre ella. La pobre intentó resistirse, pero entonces la levantó en el aire y, mientras ella agitaba desesperada sus botines en plena altura, él silenció sus gritos con un beso de película, de esos que hacen historia.

El tiempo se detuvo. La cara de mi compañera era un poema de asombro, admiración y espanto: un grito inarticulado luchaba por escapar de sus labios atenazados por la sorpresa. Parecía que el mundo iba a llegar a su fin, que íbamos a morir todos sumergidos en una oleada de pasión desatada y juvenil romanticismo, pero no; una idea cruzó mi mente con un fogonazo: haciendo acopio de todas mis fuerzas, me levanté, abrí la ventana y me puse a aplaudir como un loco, gritando ¡BRAVO, BRAVO!

Huyeron cada uno por su lado... visto y no visto.

jueves, 17 de febrero de 2011

Peces




Yo, a lo largo de mi vida, mascotas, lo que se dice mascotas, he tenido unas cuantas. Lo inevitable: unos pececillos cuando era pequeño, un par de tortugas enanas, canarios... nada que llegara a sobrevivir más de 6 meses sin automutilarse, desaparecer misteriosamente o morir en circunstancias extrañas.

El caso es que, hace unos meses, un poco antes de Navidad, me dio el pedal con lo de los peces otra vez, como cuando tenía 6 años. Ya me diréis lo que hace un pez; nadar y poco más... pues bien, a mí se me cruzó el cable y me compré tres peces, la pecera y el bote de comida, los tres en uno, de un arranque. Y allá que me fui, más contento que unas pascuas. Además pensé "bueno, ya que más sosos no pueden ser, los pobres, vamos a darles aunque sea un nombre creativo a cada uno" Al dorado lo llamé Crisógono, al blanco Aristóteles, y al naranja Heliogábalo. Casi nada. Y claro, mi novia y mis amigos pensando que soy gilipollas, y yo venga a confundirme con los nombres...

Crisógono fue el primero en morir. No duró ni tres días. A las tres semanas cayó Aristóteles, y Heliogábalo ahí sigue, vivito y coleando, más solo que la una, con una cara de pena que no puede con ella y la pecera toda entera para él solo. Mi madre, que por supuesto los odió desde el primer instante en que llegaron a casa, se ha ido encargando de vaticinar sus muertes una a una, pero con Heliogábalo no puede; por mucho que vaticine, nada: que no se muere. Y eso le frustra. Ha llegado a amenazar con dejarlo en la terraza para que se congele...

Ahora reconozco que no hay nada más aburrido que un pez. Dos se hacen compañía, pero uno es la cosa más triste del mundo. Pobre Heliogábalo...

viernes, 4 de febrero de 2011

Historias de un armario



Antes que nada: jefe, gracias por la idea :)

Yo no sé en otros sitios, pero en mi oficina hay una pared entera llena de armarios, de los cuales uno se utiliza para dejar los abrigos, mientras que el resto se emplean en guardar los archivos, el material de oficina y un largo etcétera de cosas.
Pues bien, este armario no es un armario normal. Ahí dentro pasan cosas y lo digo con toda la seriedad del mundo; ayer mismo mi jefe trató de sacar su abrigo a la hora de comer y, como no salía, estiró hasta que salieron el suyo y el de la becaria nueva, enredados misteriosamente por una de las mangas. ¿Pero qué pasa, que en este armario los abrigos se abrazan o qué? Hala Pablico, ya tienes un post nuevo para tu blog: Abrigos que se abrazan. Palabras textuales, lo juro.

De entrada es un armario miserablemente pequeño para meter los abrigos de las nueve personas que solemos estar trabajando en el Departamento. Y eso sin añadir que el mío es una especie de mole peluda que vale por dos... total, que cuando no se están abrazando, los abrigos se dedican a caerse (especialmente el mío ¿por qué será?) cada vez que alguien abre el armarito de las narices. Y no lo he dicho, pero la puerta, que es de estas correderas que meten un ruido de los mil demonios, está justo a la espalda del escritorio de mi jefe... Imaginad que estáis hablando por teléfono y justo la becaria de turno quiere sacar algo: ¡BRUUUUUUMMM! Lo mejor para unos nervios crispados. En Rectorado deben pensar que la oficina está en una ferroviaria cada vez que nos llaman.

Además de abrigos también hay otras cosas pintorescas dentro. Fiambreras estratégicamente colocadas para caer sobre tu pie al abrir, abrecartas afilados, corbatas para regalar a personas que nunca van a pasar a por ellas, betún negro (lo encontré ayer, y NADIE sabía qué diablos hacía allí) bolsas, bolsos de las chicas, folletos atrasados, latas de cocacola al borde de la implosión... a principios de curso hicimos una limpieza y encontramos un táper lleno de lo que antes de verano habían sido restos de macarrones...

Da igual que hagamos un parte a mantenimiento. Da igual que alguien salga herido por una percha malintencionada, o que lo vaciemos y lo limpiemos a fondo. Ese armario tiene vida propia. Y, desde luego, si a mí me metieran ahí dentro también me abrazaría a la manga más próxima...


lunes, 31 de enero de 2011

Los Chinos


Soy un fan absoluto de los Chinos. Cada vez que voy a uno es como si me adentrara en un universo mágico, lleno de miles de recovecos por descubrir. Algo así como la Cueva de Alí Babá, pero en plan cutre.

Estanterías desbordadas, cajas y cajas llenas de cosas -¿Y esto para qué narices servirá?-, señoras que preguntan, regatean y consiguen SIEMPRE que el dependiente de turno les entienda, a pesar de la barrera idiomática; olor a desinfectante, juguetes que se ponen a andar solos, auténticas chorradas que súbitamente pasan a ser artículos de primerísima necesidad ¡Míralo! ¡Qué gracioso! ¡Si no cuesta nada...! y, sobre todo, ese hilo musical que hace que te sientas como en una de esas películas de Zhang Yimou en las que la heroína (en este caso la dependienta) es capaz de detener a todo un ejército de mandarines imperiales con un abanico de madera como el que venden a la entrada -¡Ay chica, qué mono, qué cosa más elegante! Hale, pa llevarlo así en el bolso, pa cuando llegue la caló. Oye, niña, ¿esto me dices cuándo cuesta, guapa? Etc.

Además, son tan amables... lo de que los chinos te siguen es un tópico: en realidad lo que hacen es estar cerca de ti para poder asesorarte en cuanto te surja alguna duda o no encuentres algo (por ejemplo, la salida). En uno que yo conozco han instalado pantallas de vigilancia, pero están tan borrosas que parecen caleidoscopios con forma de televisor... ¡Eso es confianza en el cliente, y lo demás son bobadas!

Una vez mi tía y yo hicimos una apuesta sobre quién de los dos se atrevería a robar algo en el chino del pueblo. Pasamos más de una hora trazando un plan estratégico, y todo para que al final fuera yo el único con arrestos suficientes para sisar algo: un pequeño adorno de pared con borlas bastante horrendo. La dependienta ni se dio cuenta. A la mañana siguiente, lo devolvimos, porque nos remordía la conciencia, y porque ya me dirás tú para qué queremos una cosa tan fea en casa. En aquella época, yo tenía 19 años. Mi tía, cuarenta y pico.

miércoles, 26 de enero de 2011

Niña Gorda

Hay una niña en mi barrio a la que odio con todas mis fuerzas. Y digo "niña" porque debe tener unos diez años, once a lo sumo. ¿Cómo? -pensaréis, escandalizados- ¡Paulus, eres un Herodes, un insensible, un señor Scrooge de la vida! Noooooo, mis queridos lectores, eso no es verdad. Es cierto que los niños no son mi fuerte, pero tampoco les tengo manía. Digamos que, cuanto más educaditos estén y menos molesten, mejor. Pero vamos, bastante tienen los pobres críos con sus eternos catarros, los deberes de matemáticas, los miedos irracionales y ese conjunto de egoísmos, rencores, traiciones y favoritismos que son las relaciones sociales a esa edad...

A esta niña sí que la odio. Me es imposible no hacerlo. ¿Por qué? Imaginaos que estáis esperando el autobús por la mañana, muertos de sueño y de frío. Imaginaos que lo veis venir, y que os acercáis un poco a la acera para poder entrar cuanto antes. Imaginaos que se abre la puerta... y, en el momento en que estáis dando el paso para entrar, surge de la nada una especie de bólido que os hace perder el equilibrio y se os cuela con toda la cara del mundo, para ponerse a corretear por el autobús buscando el mejor sitio. Este bólido es nuestra niña. Regordeta, mofletuda, invariablemente la veréis vestida de rosa de la cabeza a los pies. Su chándal es rosa, sus coletas son rosas, su enorme anorak es rosa, y hasta el jodido carro de 40 kilos que arrastra (y que, por cierto, le sirve para machacar los tobillos de la gente y que le abran paso) es rosa.

Siempre va con su madre, una mujer alta y delgada que, como suele ocurrir en estos casos, está completamente ciega respecto al vandalismo de su hija. Tal vez sea porque la niña, que está muy bien entrenada, siempre busca sitio para las dos, cosa que me parece un dato bastante significativo. Luego, una vez sentaditas y contentas, la madre saca de su bolso un paquete de galletas y se las va dando, una a una, a lo largo del viaje. Y la criaturita mira al resto de los pasajeros con la satisfacción de quien ha cumplido con su deber, mientras mordisquea su premio.

Os prometo que un día le voy a poner la zancadilla.

viernes, 21 de enero de 2011

Con hielos, por favor


Hasta que empecé mi trabajo de alumno colaborador en la Universidad, el café con hielo era para mí una de esas bebidas veraniegas de vida estacional, como el tinto de verano o la sangría: sabrosas y refrescantes, sí, pero nada apropiadas para los meses fríos. Pero mi jefe, que ya sólo por aguantarme se merece el Cielo, me ha enseñado que, muchas veces, hay que poner el sentido práctico por delante de lo que son las modas de temporada. Y aquí me tenéis, pidiendo a mediados de enero café con hielo en los bares, por la sencilla (y lógica) razón de que café caliente = retraso al tomártelo = problemas esperando en la oficina = muerte y destrucción, mientras que un saludable “coffee on the rocks” es algo que puedes beberte en menos de un minuto y corre Pablo majico vámonos a la oficina que tenemos un huerto encima de no te menees.

Y claro, empiezas pidiéndolo todas las mañanas en la cafetería del Campus Mira, jefe, ¡soy como tú! ¿a que molo? y terminas tan acostumbrado que ya eres capaz de pedirlo hasta en un viaje en trineo por las estepas Laponas. Sin exagerar.

El camarero que me ha atendido hoy, además de ser nuevo y estar él solo en el bar, era del Este de Europa, así que imaginaos: una especie de armario empotrado rubio y con ojos azules que te pregunta “¿Qué quierrrrres, majjjjo?”. Yo ya veía que el concepto de café más hielo se le escapaba un poco, pero el tipo parecía simpático, así que me quedé esperando a que volviera, levemente intrigado por como se resolvería todo aquello.

Al rato vino y me puso en la mesa una taza de café humeante, con su azúcar moreno, su azúcar blanco, su chocolatina… y al lado una cubitera tamaño individual, pinzas incluídas, rebosante de hielos. Imaginaos la cara que se me quedó.

Total, que tuve que pedirle un vaso, y aprovechando aquello le expliqué la verdadera praxis de los cafés con hielo. Me dijo que era la primera vez que alguien le pedía algo así (¡viva el estrés laboral!), pero al final nos hemos hecho casi amigos.

Hablando se entiende la gente…

lunes, 17 de enero de 2011

Mi amigo el peluquero


Acabo de llegar de la peluquería, después de meses y meses de abstinencia total y deliberada, con las consecuencias que eso acarrea. Y no, mamá, no es que tu táctica de tortura psicológica por fin haya dado resultado; es que, sencillamente, ya no aguantaba más. Una cosa son los rizos al estilo Marco Aurelio, y otra cosa bien distinta es llevar un nido de pájaros en la cabeza. O una trampa para pájaros en la cabeza, si es por la mañana y la noche ha sido intensa. En fin.

Mi peluquero de toda la vida es una de las muchas cosas que comparto con mi padre, además de la colonia, el cuarto de baño y, ocasionalmente, el ordenador. Es un hombre bajito, tripudo, con una gran barba blanca y bastante calvo. Como si Papá Noel hubiera colgado los hábitos y se hubiera dedicado a la peluquería unisex tras una crisis de identidad. Igual es que mi peluquero
es Papá Noel, ocupando el tiempo libre entre Navidad y Navidad. No lo sé. Yo no creo en Papá Noel, pero sí creo en mi peluquero, y con eso me basta.

Ir a cortarse el pelo es como actuar siguiendo un patrón idéntico una y otra vez. Es algo... relajante. Invariablemente siempre me pregunta qué es lo que quiero. A lo que yo, invariablemente también, respondo que quiero que me quite los rizos pero sin dejarme pelado, porque se me enfrían las orejas. Luego vienen tres o cuatro comentarios intrascendentes sobre la densidad, abundancia y enredamiento de la víctima, y comienza una graciosa danza de tijeretazos y pasitos de baile alrededor de mi persona que, de nuevo invariablemente, culmina con un corte más generoso de lo deseado y una buena alfombra de rizos en el suelo de la peluquería. (Hoy me he fijado bien y puedo jurar que, de ladrar, aquello hubiera pasado por un caniche de tamaño pequeño)
. A veces pienso que mi peluquero me tiene envidia, y que no ve el momento de coger la maquinilla y de raparme al cero, o de seguir dando tijeretazos hasta dejarme sin orejas. Es una sensación extraña, pero en diez años de peluquería no he conseguido que pare cuando yo quiero. Debe ser una especie de venganza personal, no lo sé.

En su defensa diré que siempre me regala un chupa-chups cuando me cobra. Ahora que lo pienso... ¿y si resulta que realmente es Papá Noel?