lunes, 17 de enero de 2011

Mi amigo el peluquero


Acabo de llegar de la peluquería, después de meses y meses de abstinencia total y deliberada, con las consecuencias que eso acarrea. Y no, mamá, no es que tu táctica de tortura psicológica por fin haya dado resultado; es que, sencillamente, ya no aguantaba más. Una cosa son los rizos al estilo Marco Aurelio, y otra cosa bien distinta es llevar un nido de pájaros en la cabeza. O una trampa para pájaros en la cabeza, si es por la mañana y la noche ha sido intensa. En fin.

Mi peluquero de toda la vida es una de las muchas cosas que comparto con mi padre, además de la colonia, el cuarto de baño y, ocasionalmente, el ordenador. Es un hombre bajito, tripudo, con una gran barba blanca y bastante calvo. Como si Papá Noel hubiera colgado los hábitos y se hubiera dedicado a la peluquería unisex tras una crisis de identidad. Igual es que mi peluquero
es Papá Noel, ocupando el tiempo libre entre Navidad y Navidad. No lo sé. Yo no creo en Papá Noel, pero sí creo en mi peluquero, y con eso me basta.

Ir a cortarse el pelo es como actuar siguiendo un patrón idéntico una y otra vez. Es algo... relajante. Invariablemente siempre me pregunta qué es lo que quiero. A lo que yo, invariablemente también, respondo que quiero que me quite los rizos pero sin dejarme pelado, porque se me enfrían las orejas. Luego vienen tres o cuatro comentarios intrascendentes sobre la densidad, abundancia y enredamiento de la víctima, y comienza una graciosa danza de tijeretazos y pasitos de baile alrededor de mi persona que, de nuevo invariablemente, culmina con un corte más generoso de lo deseado y una buena alfombra de rizos en el suelo de la peluquería. (Hoy me he fijado bien y puedo jurar que, de ladrar, aquello hubiera pasado por un caniche de tamaño pequeño)
. A veces pienso que mi peluquero me tiene envidia, y que no ve el momento de coger la maquinilla y de raparme al cero, o de seguir dando tijeretazos hasta dejarme sin orejas. Es una sensación extraña, pero en diez años de peluquería no he conseguido que pare cuando yo quiero. Debe ser una especie de venganza personal, no lo sé.

En su defensa diré que siempre me regala un chupa-chups cuando me cobra. Ahora que lo pienso... ¿y si resulta que realmente es Papá Noel?

8 comentarios:

  1. chico pues a mi me pasa al contrario. Tengo mucho pelo y las peluqueras les de pena que me lo corte así que no consigo que suban de los hombros con el rollo: "pero con el pelazo que tienes... ya quisieran otras!"

    ResponderEliminar
  2. El caso es llevar la contraria...

    ResponderEliminar
  3. Yo también cuando voy a la peluquería podría hacerme una foto de Antes/Después. Tardo tanto en volver a ir que cuando aparezco el peluquero ya no se acuerda de mí jajaa.
    Bromas aparte odio el momento de la cuchilla de afeitar por el cuello, no sé si os ha tocado.
    Ánimo con el blog!

    ResponderEliminar
  4. No he querido mencionarlo aquí para no herir sensibilidades, pero es como si Freddy Krueger te acariciara la nuca... lo peor es que se te queda como al rojo vivo pero tardas como unos 10 minutos en darte cuenta...
    Gracias Rod!

    ResponderEliminar
  5. Los peluqueros son unos desenfrenados capilares.Siempre.

    ResponderEliminar
  6. Así como los dentistas son los únicos seres humanos que comen por la boca de los demás, los peluqueros son los únicos que no se cortan ni un pelo... ya les vale con los tuyos...

    ResponderEliminar
  7. Los peluqueros no dejan de ser de esa clase de gente que de pequeños cortaban el pelo a las muñecas. Y claro, se nota.
    Caigo aquí desde "Fauna Mongola" y me he reído tela con lo de la niña gorda.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  8. Muchas gracias, Miss Amanda.

    ¡Bienvenida!

    ResponderEliminar